La banda estadounidense se retiró de los escenarios sudamericanos, con un show a la altura de su historia. Por qué se los va a extrañar.
Por Fabrizio Pedrotti, para Rock.com.ar.
Hace más de diez años, en Baltimore, se formó The Flying Eyes. Su nombre se inspiró en una novela de ciencia ficción de 1962, en la que se narraba cómo unos ojos gigantes descendían del espacio para controlar la humanidad.
Febrero de 2018. Todavía no hay ojos gigantes, sabemos poco y nada del espacio exterior, pero sin embargo, vivimos en un mundo en el que estamos permanentemente controlados. La predicción de la novela, y de la banda, no estaba tan lejos de la realidad.
Ese contenido distópico, y a veces incluso hipnótico, formó parte de la imagen del grupo desde sus comienzos, y se asentó hasta que explotó en “Burning of the Season” (2017). Sin dudas fue el disco que más maduros los mostró, alejándose del blues psicodélico y acercándose a un estilo más propio.
Pero finalmente, parece que los ojos gigantes atacaron: The Flying Eyes decidió separarse, justo en el pináculo de su carrera. Habían conseguido un éxito notable en los festivales europeos, ya habían girado por Latinoamérica anteriormente, y recibían reseñas exquisitas de la prensa especializada (como por ejemplo, del sitio The Obelisk).
“Hoy es nuestro último show en Latinoamérica”, dice el baterista Elias Schutzman, mientras promedia el show de la banda, el 12 de febrero en Club V. “Es triste, pero es la verdad”, agrega. No hay mucho más espacio para las palabras, salvo por algunos comentarios del bajista Mac Hewitt. Para ellos, se nota que la noche es agridulce.
La lista de temas reluce en canciones como “Oh Sister”, de su último trabajo, y en “Greed”, de “Done so Wrong” (2011); en donde afloran las zapadas instrumentales.
Pero hay un par de problemas: en primer lugar, el público está distraído. Va y viene, como si el escenario no existiera y estos cuatro estadounidenses no estuvieran frente a ellos. Un porcentaje de fanáticos está atento a la totalidad del concierto, mientras que los demás divagan, charlan o simplemente no se dan por aludidos de que The Flying Eyes está dando el anteúltimo concierto de su historia.
En segundo lugar, el grupo sube al escenario a las dos de la mañana, y termina el concierto sólo una hora después (incluyendo el bis). Considerando que se trataba de una despedida, y que cuentan con cinco discos de gran nivel, dos o tres canciones extra no hubieran venido nada mal.
Pero volvamos a lo positivo: la figura de la noche es el guitarrista Adam Bufano. De perfil bajo y un approach musical similar a Dean DeLeo (Stone Temple Pilots), el violero mete yeites, solos y guiños stoner que brillan en el contexto de la banda. El sonido y la organización del show no tienen fallas, y el resto de la banda hasta lo espera a Bufano cuando decide tomarse una birra antes de arrancar con “Come Round”.
Por último, el cantante Will Kelly recuerda a bandas como Arctic Monkeys y Royal Blood, lo que aleja al grupo del desert rock y sus derivados. En algunos momentos se lo nota fuera de lugar, pero a grandes rasgos, le da una personalidad propia a la banda, algo de lo que carecen muchos exponentes de la escena y de lo que deben estar orgullosos.
Por todo esto, a The Flying Eyes se los va a extrañar. Con el correr de los días, surgen varias preguntas: ¿dónde hubieran llegado? ¿Se hubieran convertido en exponentes de su generación? Es difícil saberlo. Pero sus discos de estudio -algunos se editaron en la Argentina gracias a Noiseground- y esta última presentación fueron la mejor prueba de que tenían todo para ganar.
The Flying Eyes se retiró con los puños en alto, sabiendo que es mejor despedirse en el mejor momento en lugar de apagarse lentamente. Se los va a extrañar.