Ian Paice, de Deep Purple: «Nuestros egos ya no se meten en la banda»

El baterista y cofundador repasa las más de cinco décadas del grupo, con el foco puesto en «Whoosh!»: cómo vencieron la soberbia, las técnicas de su sonido, los celos de Pavarotti y hasta las secuelas de haber crecido con tuberculosis. Todo eso, en esta entrevista exclusiva con Rock.com.ar.

Por Fabrizio Pedrotti, para Rock.com.ar.

Este reportaje es parte de una trilogía de charlas de Deep Purple con Rock.com.ar, que incluyó entrevistas con Roger Glover y Don Airey. Además, la semana próxima habrá testimonios inéditos de Ian Gillan y Steve Morse. Quedate atento/a.

«Podría enseñarte a tocar la batería en cinco minutos, ¿sabés? No vas a ser un experto, pero te las vas a arreglar», dice Ian Paice desde su casa en Inglaterra. Aunque la propuesta suene interesante, vivimos muy lejos: para que su voz llegue hasta Buenos Aires pasa por incontables satélites, conexiones y cables. Eso sí, se siente como si estuviera en frente.

Y no se está ofreciendo como profesor, sino explicando que, en la música, hay cosas que no se enseñan. «Lo que no puedo es hacer que aprendas a tocar con feeling, es imposible. Nosotros ocupamos un papel totalmente distinto del resto de los instrumentos, sean de cuerdas, teclas o vientos. Está la broma de ‘hay cuatro músicos y un baterista…’ -se ríe-, pero la verdad es que si ese último piensa de manera artística, va a agregarle mucho más a la canción. No lo logra uno que sólo cuenta hasta tres y mantiene el tempo. Ahí no hay emoción».

 

Las pruebas están en los 21 discos de la banda: Paice fue el único en grabar desde «Shades of Deep Purple» (1968) hasta «Whoosh!» (2020). Y por suerte esta no es una clase, sino una charla sin intermediarios. Así que se puede hablar de todo.

-¿Pensás que venimos con esa musicalidad, o que se construye al ensayar?

Deep Purple ya había trabajado con Bob Ezrin en «Now What?!» (2013) e «Infinite» (2017), y volvieron a elegirlo. En sus entrevistas recientes con Rock.com.ar, el bajista Roger Glover y el tecladista Don Airey opinaron que «Whoosh!» es un disco mucho más directo que los anteriores.

Paice, nacido en 1948, apoya a sus compañeros. «Lo grabamos hace un año, así que es casi profético. Pero ‘Child in Time’ -de «In Rock» (1970)- también era un comentario social -sobre Vietnam-. No predicábamos lo que tenías que hacer, sino más bien ‘mirá lo que pasa alrededor’. En ‘Now What?!’ tratamos de capturar cómo sonábamos en vivo. ‘Infinite’ fue una mezcla con el trabajo en la sala, diría que un 50 y 50. Y con ‘Whoosh!’ volvimos directamente a una placa de estudio, así que el approach fue distinto. Ian Gillan hizo de nuevo esa crítica social en ‘Man Alive’: no nos está yendo tan bien como debería. El planeta va a sobrevivir, pero quizás nosotros no, si sigue todo igual. Esperemos que nos ayude a pensar en las estupideces que hacemos. Capaz nos asustemos».

-¿Qué es lo que más te preocupa?

-Consumimos y contaminamos como si no pasara nada; hay rellenos sanitarios que se desintegran y se generan corrimientos de tierras; envenenamos al océano y la mayoría somos poco saludables, con tanta comida chatarra. No tiene por qué ser así. Con un poquito de cuidado y razonamiento se podría mejorar, y nosotros seríamos los beneficiados. No podemos tirar tanto plástico con la excusa de que va a ser problema de alguien más; ni desparramar tóxicos con lo que comemos… porque somos los que vamos a reingerirlos. Políticamente seguimos en un lío, nuestros mandatarios están polarizados. Existen las extremas izquierdas y derechas, ¡y nunca funcionaron! Debe haber un equilibrio, sí o sí. Depende de nosotros, ¿sabés?

-En la música también se precisa, ¿no?

-Sí, y las «soluciones extremas» sólo se necesitan en momentos límites. Si podemos frenarlos antes, no vamos a requerirlas. Capaz esta pandemia no hubiera empezado si algunas personas hubieran vivido de otra forma. No precisamos más guerras frías, los países pueden dialogar en lugar de destrozarse. Hay muchas cosas que podemos mejorar, pero sólo si antes reconocemos los problemas. Bueno, esa es la parte sociopolítica (risas).

Quizás por semejante conexión con la actualidad, el disco llegó rápido al primer puesto en Australia, Bélgica, Finlandia, Alemania, Escocia y Suiza. Además, alcanzó el cuarto lugar en Inglaterra (por primera vez en 46 años) y entró al top 10 en casi todos los países que se editó.

-Me gustaría charlar de «Step By Step»: hace algunos años no te sentías cómodo con los medios tiempos, pero acá sos el que lo lleva adelante. ¿Cómo cambiaste de mentalidad?

-En la era analógica esos temas eran complejísimos, porque el tempo debía ser demasiado preciso. Si te movías un poco no pasaba nada, pero si te corrías mucho se re notaba. Nadie se da cuenta si el tema es rápido y lo acelerás, porque ya es así; y si es muy lento, tenés un metrónomo en la cabeza que te ayuda. Hoy, como existen otras formas de grabar, puedo usar clicks de fondo. En las canciones mid-tempo se re nota si me muevo 2 o 3 bpm, pero yo recién me doy cuenta al escucharme. Cuando empecé con el metrónomo lo veía como un enemigo, era invasivo y no me daba libertad. Hoy sigue sin ser mi mejor compañero, pero ya no me disgusta tanto y aprendí a usarlo en mi favor. Me saca la preocupación: sólo tengo que sumarle algo interesante al tema, y va a salir bien. En canciones como «Step By Step» no me preocupa apurarme o ir lento, porque me ayuda a que salga preciso.

-¿Por eso hay muchos temas así en los últimos discos de Deep Purple?

-Es que vivimos en una época diferente, y desde que se edita en computadoras, todo tiene que ir alineado. Antes, si una cinta tenía un error, agarrabas otra, la cortabas con una navaja y las pegabas. Ahora podemos hacer 500 ediciones sin que nadie se de cuenta. Estamos todos buscando lograr el tempo de una máquina: si escuchamos un disco nuevo y no es 100% perfecto, nos va a parecer que es malo. Antes, todas la bandas se movían como una ola. Capaz de repente se aceleraban, pero era normal y se sentía grandioso. Los instrumentos no fueron hechos para que los escucháramos como ahora, ¿sabés? En las big bands de los ‘30 y ‘40 no percibías ninguno en particular, sino un sonido general. No notabas si una de esas 60 o 70 personas se iba de tiempo, porque era como un solo instrumento que salía de tus parlantes. Hoy escuchamos hasta un pequeño click en el hi-hat, el ‘ting’ del platillo y los dedos en el bajo. Cada cosita te salta en la cara.

-«Nothing At All» es un ejemplo similar, y los instrumentos parecen dialogar. ¿Cómo lo abordaste en la batería?

-Seguimos grabando a lo vieja escuela: tocamos los cuatro a la vez, así que reaccionamos a lo que hace el otro. Como es una «respuesta» natural y real, le da fluidez. Si cada uno toca sobre las pistas de los demás, no sale igual. Creo que en esa canción sentís que nos escuchamos y miramos, y el secreto es que nos conectamos como debimos. Sé que algunos discos tienen que hacerse de forma más individual, pero no es el estilo de Purple. Somos un bloque, y muchas cosas sólo ocurren si estamos juntos. «Nothing At All» es un ejemplo.

-En «Abandon» (1998) te costaba encontrar tu lugar entre las distorsiones. ¿Con Bob Ezrin hallaste un nuevo espacio, personalmente hablando?

-(Piensa). Cuando hacíamos esos primeros discos en los ‘70, tratábamos de producirnos nosotros mismos. A veces salía bien, pero otras no, porque había cuatro o cinco pares de manos en la consola. Todos creían que sus partes eran más importantes que las de los demás. Alguno empujaba su perilla de volumen para sonar fuerte, otro hacía lo mismo con la de él… y se volvía un caos (risas). El trabajo principal del ingeniero, Martin Birch, Dios lo bendiga, fue retener los controles abajo, así no distorsionábamos todo -nota: el técnico falleció el 9 de agosto-. Con un productor no pasa, porque el tipo dice: «Ustedes me llamaron para que hiciera todo. Ya tengo las tomas, así que váyanse que las voy a mezclar». Es lo que hace un buen tipo, sobre todo Bob, que sabe la receta justa. Es mucho más simple, porque hoy nuestros egos no se interponen. Cuando trabajás con alguien así te entregás al 100%. Tomás teoría, experiencias, críticas y sugerencias. No siempre vas a estar de acuerdo, pero nueve de cada diez veces va a tener razón. Te ahorra un montón de tiempo y es un sueño, porque el disco sale rápido y suele ser lo correcto. ¡Tocamos algo tres o cuatro veces y ya tenemos las tomas principales! Si probás algo quince o veinte veces puede salir perfecto, pero va a estar muerto, sin vida. No va a notarse la misma chispa que en las primeras.

-En “Whoosh!” reversionaron “And The Address”, de 1968. ¿A quién se le ocurrió? 

-Fue una gran idea de Bob. Dijo: «Capaz que este realmente sea el último disco de Deep Purple. ¿Por qué no lo terminamos con el primer tema del debut? Que sea un verdadero viaje, como un círculo». Por momentos me pregunto si no habrá otro, porque van a ser casi doce meses sin hacer nada. Recién vamos a girar a mediados de 2021, así que capaz hagamos uno más. ¿Quién sabe? En este momento, nos sobra el ocio. Si se nos ocurren buenas ideas, en una de esas salga algo.

“ESTUVE QUINCE MESES INTERNADO”: LOS ‘50

Antes de recorrer el resto de la carrera de Deep Purple, vale la pena preguntarle a Ian Paice sobre su infancia. El oriundo de Nottingham tuvo tuberculosis, y debieron sacarle parte de un pulmón. Para él, es posible que eso haya afectado su manera de tocar (no olvidemos que la batería es el instrumento más físico de todos).

Y aunque no se note en el escenario, se escucha que detrás del teléfono toma más aire de lo normal. «Empezó a los seis años como una neumonía, y fue empeorando. Estuve en el hospital quince meses, y tuvieron que sacarme el lóbulo izquierdo inferior. Es complicado porque el corazón queda de ese lado, y aunque nunca pude correr una maratón, sí una cuadra -se ríe-. Claramente me cambió, pero de chico aceptás las cosas como son. Estuve en tres hospitales distintos, y cuando me dieron el alta, me mandaron a casa en el sidecar de una moto. No había más ambulancias, pero siendo chico fue lo mejor -carcajadas-. Mi capacidad no es como la de todos, y aprendí a usar la energía de diferentes formas».

-¿Por ejemplo?

-No les pido a mis pulmones que hagan cosas complejas. En los videos me noto relajado, y significa que no gasto aire de más. Los órganos me brindan aire suficiente, la sangre corre bien…. tengo que aceptar que nunca voy a ser el de antes.

-¿De chico te sentías diferente?

-Ehmm… sólo porque me quedaba sin aire mucho más rápido. Pero los pulmones son raros, ¿sabés? Como me extirparon esa parte, el resto se expandió y ocupó aquel espacio. Y aunque no volví a tener las mismas vías respiratorias, tampoco fue una pérdida completa. Trato de que mi vida continúe normalmente.

“EL TIEMPO CAMBIA LA PERSPECTIVA”: LOS ‘70

-Volvamos a la música: antes mencionabas a Martin Birch. Para Roger Glover, fue el responsable de que hubiera una chispa única en «Hard Lovin’ Man». ¿Por qué creés que se dio en esa canción de «In Rock»?

-(Piensa). Él fue increíblemente importante, como una isla de cordura en medio del caos. Hacer discos es extraño, hay momentos breves en los que todo encaja: pueden ser diez o quince minutos que pasa algo y conseguís una toma mágica. A los segundos, capaz esa chispa se va y todo vuelve a ser normal. Cuando grabamos «The Battle Rages On» (1993), el tema homónimo no iba a ningún lado, sólo nos salía «decente». Lo hicimos una vez más, y ahí toqué la batería con un patrón totalmente diferente, la banda cambió todo y llegamos a la versión final. ¡Fue brillante! Y creímos que si seguíamos intentando iba a salirnos todavía mejor, pero no. En esos cinco minutos conseguimos una sensación distinta, con un desenlace diferente. Nadie sabe por qué, simplemente pasa. Quizás fue el caso con «Hard Lovin’ Man». Seguro que si hay algún Dios, sonrió y nos dijo: «Les doy cinco minutos de magia, ¡aprovéchenlos!» (risas).

-En las entrevistas que hice con el resto del grupo, todos mencionaron que entraban al estudio y tenían el disco terminado en tres días. Pero contaban con una ventaja: probaban los temas en vivo antes de grabarlos, y llegaban al estudio con todo muy preparado. A «Speed King» lo tocaron ocho meses, y algo así pasó con «Highway Star». ¿Creés que contribuía?

-Sí, porque sabíamos que no iban a filtrarse. Nadie tenía grabadores portátiles. Si hacías algo frente a dos mil tipos, sólo iban a oírlo ellos. Ahora no podés, en diez minutos da la vuelta al mundo y millones ya lo escucharon; y cuando sacás el disco, lo conocen todos. La ventaja era que podíamos descubrir qué temas funcionaban y cuáles no tenían futuro, para laburar sólo en los mejores. Al grabarlos ya los conocíamos muy bien, sólo necesitábamos capturarlos. No nos costaba recordar los arreglos o las letras, nos sabíamos todo, y estábamos tranquilos de que los habían escuchado sólo los que habían comprado las entradas. Hoy sería imposible. Es una lástima, pero es el mundo que tenemos.

-Una historia graciosa es que en «Fireball» (1971) te pusiste a caminar con el redoblante por todo el edificio, para ver dónde sonaba mejor, y terminaste grabando en el pasillo. ¿Esa atmósfera era igual de importante?

-Sí, parte del disco fue hecha así. El hall de entrada, entre las salas de mezcla y de grabación, tenía mucho mejor sonido que el estudio. Así que pusimos la batería y la afinamos como yo quería. Salió excelente, pude tocar naturalmente. Hay gente que ama el sonido seco y sin aire, como Simon Kirke -de Free y Bad Company-, y es parte de su estilo. Yo no lo aguanto, me gusta que la batería quede como en mis oídos, no como «debería ser» para los micrófonos. Todo depende de cuán buena es la sala. Tampoco me refiero a una llena de eco, porque las notas duran para siempre, sino una con vida, brillo y buen tamaño. Soy el más feliz cuando encuentro un estudio que suena bien, sin cambiar la afinación o los parches.

 

-Luego vino «Machine Head» (1972). En la revista Sounds dijiste que después de ahí las cosas fueron raras, y que Ian Gillan «pasó a ser un empresario, más que un artista». ¿En qué había cambiado?

-No lo hizo a propósito, sólo estaba entrando en otra etapa de su vida y empezaba a pensar en el futuro. A ninguno se nos ocurría que todos íbamos a estar en un grupo diez años después, y menos aún que iba a seguir existiendo Deep Purple. Creo que él miraba adelante con realismo, dándose cuenta de que quizás no duraba para siempre y que debía planear el resto de su vida. Dejó de pensar como un cantante. A mí nunca me pasó, jamás se me ocurrió parar con la música. Pero todos somos diferentes y vemos el mundo de formas distintas.

En 1973 Deep Purple editó «Who Do We Think We Are?», el último disco de esa formación en la década. A fines del mismo año, Ian Gillan y Roger Glover eran reemplazados por el cantante David Coverdale y el bajista Glenn Hughes. Con ellos iban a sacar «Burn» (1974) y «Stormbringer» (1974), aunque pronto se produciría otro cambio: para «Come Taste The Band» (1975), el guitarrista Tommy Bolin entraría por Ritchie Blackmore.

-Ahí sólo eran dos miembros originales: Jon Lord y vos. Hace unos años dijiste que no deberían haberse llamado Deep Purple, ¿seguís opinando igual?

-(Reflexiona unos segundos). Mmm, no. Ahora, en retrospectiva, creo que los años unieron todo lo que hicimos y los grandes giros de nuestra carrera. Incluso con los discos que no me gustan: cuando los hicimos, dimos lo mejor que pudimos. El tiempo cambia la perspectiva, y en todos hay partes que digo: «Dios, ¿cómo no hice esto de otra forma?». A la vez, me siento mucho más relajado con todo lo que sacamos. Hay momentos asombrosos, otros buenos… y también partes que no me molestaría no volver a escuchar (risas). Pero las grabé yo, así que tengo que convivir con eso.

-¿Cuáles serían los discos que no oirías tanto?

-No, ¡no te los voy a decir! (carcajadas).

“Y DEEP PURPLE EMPEZÓ A MORIRSE…”: LOS ‘80 Y ‘90

En 1976 y en medio del consumo desenfrenado de estupefacientes, el grupo se separó. Ian Paice grabó con Whitesnake y Gary Moore, hasta que la formación clásica (Gillan, Blackmore, Glover, Lord y él) se reunió en la década siguiente.

Para esa época -alrededor de «Perfect Strangers» (1984) y «The House Of Blue Light» (1987)-, el mundo sonoro había mutado mucho. Ya estaban los triggers (que disparaban sonidos) y las máquinas de ritmos, y se abrieron muchas posibilidades. Aunque obviamente, varios bateristas se perjudicaron. Por ejemplo, en partes de esos discos, Ian siente que únicamente marcaba el tempo.

«Yo usaba triggers, pero sólo en vivo. Había salas horribles donde era imposible sonar bien: no tenían eco y les faltaban agudos. Si recurría a esa tecnología, el bombo y el redoblante sonaban mejor, y por ende también la banda. Era una idea linda, pero aún no estaba tan avanzada. Capaz le pegaba una vez y salían dos golpes, ¡o ninguno! -risas-. Así que los saqué, y por suerte fueron mejorando los sistemas de sonido, los micrófonos y las consolas. Los triggers a la vez me limitaban porque disparaba algo artificial, que no estaba ahí. Si a la batería la dejo simple, orgánica y acústica, suena mucho mejor».

-Después vinieron «Slaves and Masters» (1990) y «The Battle Rages On» (1993). Ian Gillan dijo que con ese último se acercaban a la muerte, porque tocaban en estadios con la mitad de la capacidad. ¿Realmente pensaron que Deep Purple se iba a terminar?

-Ehmm, fue un momento muy duro. La distancia entre Ritchie Blackmore y nosotros se hacía cada vez más grande: el no lo disfrutaba, y por ende no tocábamos apropiadamente. Cuando hay cinco tipos, todos deben poner su 20%. No hay problema si te enfermás una noche, pero no puede pasar todos los recitales. Y eventualmente, incluso el público lo empezó a ver y se dio cuenta de que la banda no sonaba bien. Deep Purple empezó a morirse. Aunque fue muy difícil en el momento, irse fue lo más cariñoso que Ritchie pudo haber hecho. Teníamos que continuar sin él, había contratos ya firmados. Un par de meses después nos dimos cuenta de que, aunque era triste, no necesitábamos tenerlo a él. Mientras hubiera un buen guitarrista y el espíritu siguiera vivo, la gente iba a aceptarnos. Si eso no hubiera pasado, quizás hubiéramos desaparecido en 1993, desvaneciéndonos lentamente y sin volver a tocar jamás. Había un tour japonés arreglado, y Dios bendiga a Joe Satriani por habernos ayudado. Ahí te das cuenta de que el grupo es más grande que sus músicos, incluso con Ritchie. Y significa un montón, porque él fue muy importante. Pero si no funciona en el escenario, se destruye rápidamente tu reputación y tu legado. La gente no tiene por qué ver un show de baja calidad, las cosas deben hacerse con la vara alta. Pagaron un montón, no podés faltarles el respeto ni tocar descontento.

-Supongo que los ‘90 también fueron difíciles por las transformaciones en el rock, ¿no? Muchos artistas decayeron…

-Sí, claro, concuerdo. También hay que entender que así como los músicos cambian, el público también. Incluso aplica para el mundo: la capacidad de atención en los ‘70 y ‘80 era muy buena, podíamos tocar un tema de veinte minutos y nos acompañaban. Hoy no. El foco de atención es mucho más corto, vivimos fragmentadamente y hacemos un montón en un sólo día. Son diez minutos de una cosa, cinco de otra… después nos metemos en el celular, y al rato vamos a la computadora. Así que tenemos que respetarlo en los shows, no podemos negarlo. También nos llega a nosotros: en la vida de los cinco se dan un montón de cosas de forma paralela, y antes no pasaba.

“PAVAROTTI ESTABA CELOSO”: DE 2000 A HOY

Desde el principio, Deep Purple trabajó con sinfónicas. «Concerto for Group and Orchestra» (1969) fue un experimento de Jon Lord, que se repitió -en distintos formatos- con los años. Otro ejemplo es el CD/DVD que editaron en julio de 2000, con la London Symphony Orchestra y el director Paul Mann; aparte de «Live at Montreux» (2011) y «Live in Verona» (2014).

-Siempre te fue difícil, porque los músicos tocaban en el upbeat (el compás no acentuado) y ustedes en el downbeat. ¿Cómo lo abordaron a partir de este siglo?

-Puede haber un tiempo largo de diferencia, como medio segundo. Es un montón cuando tocamos a la vez. La orquesta no es el problema, ellos lo hacen perfecto; son 85 o 90 personas que se ensamblan cuando el conductor levanta la vara. La solución que encontró Paul Mann fue hacerles las señas por adelantado, antes del compás; así cuando entraban, estaban en mi mismo tempo. ¡Eso es ser un genio! Hacía que tocaran en mis pulsos. Igual me sigue siendo difícil tocar con una orquesta, porque hay limitaciones físicas: con una sola batería podés tapar a la mitad, y con una guitarra o un bajo capaz desaparecen todos. Hay que lograr que Deep Purple suene despacio, y ellos más fuerte. Es difícil, por ejemplo, porque cada violinista lleva su micrófono. Quedé contento, pero no me molestaría no volver a hacerlo (risas).

-Igual siguieron trabajando con orquestas en el estudio, incluso en «Whoosh!». Supongo que es porque se nota la diferencia entre los humanos y las máquinas, ¿verdad?

-Sí. En un grupo de rock hay flexibilidad: si querés estirar un solo doce compases, o incluso meter un break, podés. Con una orquesta no, es lo que hay en la hoja. Lógicamente, no vas a esperar que 85 personas adivinen lo que querés. Te limita, es una disciplina distinta. Y cada noche, aparte de uno o dos solos, va a ser idéntica. Hace unos años hicimos shows a beneficio en Módena, Italia, invitados por el gran Pavarotti. En un momento, mientras Ian y él ensayaban, le dijo que estaba celoso. Gillan le preguntó por qué, y le respondió: «porque podés cambiar cada noche, y yo no». Luciano no tenía la libertad de modificar las letras, las notas o elegir en qué momento entrar. ¡Lo envidiaba! (risas).

 

-Con Don Airey hablamos mucho sobre «Bananas» (2003). A «Rapture of The Deep» (2005) lo grabaron en la casa de Michael Bradford, el productor. ¿Cómo fue encontrar el sonido en un lugar así?

-Era todo muy chico y estaba lleno de cosas, no lo disfruté. Él es un gran colega y muy buen técnico, sin embargo el estudio era un problema. ¡No podés trabajar así! Dios bendiga a las mujeres, pero si vivís en familia van a llevarte los problemas, como «hey, el lavaplatos se rompió». Él tenía que salir y encargarse de los temas domésticos, y debería haber habido una regla para que nadie molestara. No porque ella hiciera algo malo, sino porque precisaba una mano y sabía que estaba. Así que también fue un drama para él. Era necesario algo más grande, pero «Rapture…» quedó decente. ¿Qué puedo agregar? No siempre sale todo como queremos.

-Para terminar: djiste que los discos con Bob Ezrin fueron los primeros que disfrutaste en más de 25 años. ¿Qué cambió para Deep Purple?

-(Piensa). Mirá, sin ofender a nadie, creo que Ezrin fue el único productor first class con el que grabamos en décadas. Si hay un problema nos lo explica en lenguaje musical, y por ende lo arreglamos fácil. Laburar con él es intenso pero rápido, y no te aburrís. El mayor tiempo que pasé con Bob en el estudio fue para «Infinite» (2017), estuve diez días. En «Whoosh!» fueron ocho, y para «Now What?!» sólo siete. Siempre que termino las baterías, salgo corriendo a casa. No me interesa oír el disco hasta que no esté listo, y odio andar a las vueltas sin hacer nada. Obviamente, capaz lo escucho a los cuatro meses y digo: «Uh, me gustaría haber puesto más fills» (risas). Pero me pareció lo correcto en su momento, y esa es justo la frescura que busco.

Este reportaje es parte de una trilogía de charlas de Deep Purple con Rock.com.ar, que incluyó entrevistas con Roger Glover y Don Airey. Además, la semana próxima habrá testimonios inéditos de Ian Gillan y Steve Morse. Quedate atento/a.

Anuncio publicitario

Comentar

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s