St. Vincent: «Lo prohibido sólo nos da más miedo»

La multifacética artista, que estrenó “Daddy’s Home”, cuenta cómo la forjaron los temores, la vergüenza y las giras. También habla de sus bloopers y de cuando se inventó a su propio mánager. Entrevista exclusiva.

Por Fabrizio Pedrotti, para Rock.com.ar.

Annie Clark está furiosa y contesta con evasivas. Cada vez que le hacen una pregunta, agarra el teléfono y le da play a una nota de voz con una respuesta. La secuencia se repite durante casi toda la sesión de prensa de «Masseduction» (2016), en la que pone en aprietos constantemente a los medios. ¿Por ejemplo? Cita a los periodistas en salas de escape.

Pero la versión de Clark que se conecta hoy, en videollamada y desde su estudio, está a años luz. Esta tarde, la cantante -tan camaleónica y sensible como sus personajes- destila simpatía y risas. Y a diferencia de lo tradicional, ella hace la primera pregunta.

-St. Vincent: ¿Invertiste en Zoom?

-Periodista: No.

-St. Vincent: ¿No te gustaría haberles comprado un montón de acciones en febrero de 2020?

-Periodista: Claro que sí. Hubiera sido inteligente.

En el fondo hay una decena de instrumentos: bajos, teclados, ukeleles, y obviamente, las guitarras signature que construyó con Music Man y Ernie Ball. Tiene el pelo recogido en un pañuelo y lentes de color sepia, a tono con «Daddy’s Home» (2021).

Mientras responde gesticula mucho con las manos y se mueve sin parar en la silla giratoria. Alguna vez dijo que tenía trastornos de hiperactividad y que era una workaholic, y eso se nota en su enorme trabajo. ¿Hoy lograremos desentrañar cómo piensa Annie Clark, más allá del personaje de St. Vincent? Ya lo veremos.

Con 38 años, ya sacó seis discos propios y otro con David Byrne; ganó dos Grammy (en 2015 y 2019); ocupó el lugar de Kurt Cobain en la reunión de Nirvana para el Hall of Fame; escribió y filmó su propio thriller; fue el foco de los paparazzis mientras salía con Cara Delevingne y hasta Metallica la convocó para su álbum de versiones.

¿Querés más? Paul McCartney (confeso admirador suyo) la llamó para que remezclara “Women and Wives”; y también se hizo tiempo para grabar en discos de Gorillaz, Beck, The Chemical Brothers, Sheryl Crow y Swans. Es imposible no agitarse de sólo leerlo.

Pero agarrate de la silla, porque el comienzo de la historia es todavía más épico. Antes de tocar en festivales como los Lollapalooza argentinos de 2015 y 2019, ella misma mandaba sus CD’s para promocionarse. Y no lo hacía de forma normal: simulaba ser alguien más. “Me parecía muy raro escribir: ‘Hola, soy Annie Clark. Escúchenme, que soy buena’, porque aparte no lo era -cuenta-. Cualquier cosa hubiera sido mentira. Me sentía muy poco cómoda poniendo ‘deberían contratarme’, así que inventé mi propia agencia”.

-Incluso registraste un dominio falso, ¿no?

-Exacto, con la web y todo el combo (risas). El otro día me acordaba de cuando todavía no era St. Vincent: una vez tocaba en una banda con amigos y manejaba la van. Eran seis horas hasta Baltimore, y teníamos que llegar sí o sí. Yo misma había agendado el show con esa empresa falsa y pretendido ser mi mánager (risas). Cuando entramos, tocamos para los del bar. ¡De verdad, no había nadie! Incluso los empleados estaban como: “Mmm…”, y fue maravilloso. Oh, man… (se emociona). No cambiaría esos momentos de mierda por nada en el mundo, porque estás construyéndote. Te impulsan los sueños, la confianza de que las cosas se van a dar. Viéndolo de afuera, o con el tiempo, decís: “¿Qué mierda me hizo tener esa fe?” (risas). Porque la mayoría de las probabilidades estaban en mi contra, pero simplemente pensaba: “Voy a hacer música, a viajar por el mundo y grabar canciones”. Me lo tomo muy seriamente y me obsesiono por crear algo bueno, aunque yo no me veo así. La vida está llena de momentos cómicos.

-Me recuerda a un blooper que tuviste en Alemania…

-¡Oh, Dios! Ves, me da gracia. Quise treparme por la columna del escenario y los guardias me fueron a sacar (carcajadas). Soy increíblemente agradecida, porque es loco que pueda estar todo el día en el estudio y que funcione. Nunca olvidé que vivir de la música es raro, loco y jodidamente cool. Así que no me da vergüenza cuando me pasan esas cosas. Son divertidas.

-No a todos les sale. Para tener ironía necesitás haber pasado algo de dolor, ¿no?

-Absolutamente, y lo que viene podría ser peor…

-¡Va a serlo!

-Sí, en algún momento vamos a estar más cagados, así que disfrutémoslo (carcajadas). ¿Ves? La vida es un disparate.

-Para vos, la gente es violenta «porque no soporta su propia humillación». ¿Lo seguís pensando?

-Sí. Y no se me ocurrió a mí, es de Žižek. Él dijo que “la agresividad es una expresión de la impotencia”. Los malos tienen una vergüenza interna que no trabajaron ni descifraron, y les sale como reacción. No son libres.

-Y ya que el miedo mata al arte, ¿cómo lo usás a tu favor?

-Hay una frase que dice que el coraje “no es no sentir temor, sino hacer algo de todas formas”. Si lo reconocés y tenés una visión clara, ya decís: “Ah, esto es una respuesta a tal cosa”, en lugar de que salga por otro lado. Entendés que es una crisis y te preguntás qué significa. Recién ahí te surgen opciones y libertades. Reconocerlo es muy útil: si admito que le tengo terror a algo, no quedo a merced. Le pongo un nombre.

-Es el punto de partida para arreglarlo.

-Absolutamente, y no existe el crecimiento sin dolor. En cierta forma es positivo. Ningún boxeador se hace bueno sin sangrar en el ring; y nadie se convierte en un gran capitán con un mar totalmente tranquilo. Progresamos cuando lo enfrentamos.

-Supongo que fue una de las razones por las que dejaste Berklee, después de casi tres años: querías formarte con tus propios golpes, más allá de la teoría.

-Sí, y ninguna escuela te enseña lo que aprendés en la ruta. Nadie puede darte las lecciones duras que incorporás simplemente por hacerlo. Cuando arranqué los videos no eran tan comunes, aunque obvio que había cámaras. Y en esa época giré un montón, toqué infinitos shows a los que no vino nadie o en los que hubo cinco personas. ¡Si había quince era una maravilla! Pero aprendí a subirme al escenario por repetirlo una infinidad de veces. Me pregunto si después de la pandemia van a seguir existiendo esos bares. Porque tenés que tocar en unos cuantos lugares de mierda para saber interactuar con tu público, entender quién sos y conocer las tablas. No sé cómo podrías volverte “bueno” pasando de tocar de 5 a 50.000 personas. Hay que salir y equivocarse mucho, sí o sí.

LA VERDADERA MONEDA

“Pay Your Way In Pain”, que abre el reciente “Daddy’s Home”, se centra en esos golpes y miedos. Y es un concepto que la artista ya había abordado en canciones como “Fear The Future”, que hasta tituló su gira de 2017. 

Hoy se ríe del concepto: «Todas las generaciones pensamos que vamos a ser las últimas y que el mundo se nos termina. Son las propias personas que proyectan su terror a morir o envejecer, y lo transfieren a un ‘todo’. Dicen que el planeta va a acabarse, ¡y no! Te vas a ir vos, y es difícil de aceptar. No niego que hay problemas que ponen en peligro a la humanidad y a las especies. Pero cada era tuvo su propia versión del fin del mundo».

-¿Todavía sentís miedo por ese futuro?

-(Piensa). El Covid nos secuestró y nos forzó a que interactuáramos por las redes. No creo que sea muy saludable, aunque tampoco me parece que la humanidad esté empeorando. Si sacás las interferencias tecnológicas, la gente aún tiene buen corazón, es generosa y tolerante. Pero en ese pequeño «reino» sale la peor versión.

-Además, subimos lo que queremos y con filtros…

-Claro, absolutamente. Ponemos lo que curamos para mostrarle al mundo, y no debería percibirse como lo que somos. Yo no voy a agarrar una foto tuya, una bio y unos videos en TikTok y pensar que sé cómo sos. No hay manera. Y aún así, cargamos con la obligación de crear nuestros propios “avatares” virtuales, que tienen que ser interesantes y lindos. Dios, hace que me explote la cabeza (enfatiza con las manos).

-¿Cuánta culpa creés que tenemos nosotros, y cuánta la tecnología? 

-Es una pregunta complicada. Nuestros cerebros son insaciables, estamos entrenados para conseguir dopamina de cualquier forma. Somos como ratitas en un laberinto, persiguiendo cocaína… (piensa). Pará, no tengo idea de cómo funcionan las drogas en esos animales, ¡pero seguro que hay experimentos! (risas). Inventaron mecanismos finamente calibrados para que obtengamos ese placer, se activen los sensores cerebrales y sigamos en la pantalla. Encontraron formas muy ingeniosas, y una es incentivar a que nos despedacemos entre nosotros. Porque nos mantienen ahí, mirando (hace el gesto de scrollear). No creo que sea nuestra culpa, somos muy frágiles y fáciles de manipular. En este contexto, soy afortunada de conectarme con la gente de forma profunda. Nos unimos con las canciones: vos traés tu bagaje, yo el mío y lo juntamos. Es mágico, no se me ocurre otra palabra. Y me importa que podamos tener una charla honesta, un intercambio de empatía y de ideas. Ahí sale lo hermoso, lo fraternal y lo que hace que la vida valga la pena. ¡Pero también necesito tuitear! (risas).

-En “Digital Witness” ya planteabas que sólo un 1% de la gente podría pagar por su privacidad. ¿Lo seguís pensando?

-Sí. Me lo pregunto mucho, porque cambiaron los valores de la cultura. En los ‘60s o ‘70s, como no tenías acceso a McCartney o a Bowie, pasaban un montón de cosas detrás de escena sin que nadie se enterara. Todo lo que sabías salía de lo que publicaban, o de las pocas entrevistas que daban. Esa falta de transparencia hacía que muchos se comportaran de formas que ya no podrían. Y no me refiero a abusos, eh. Pero hoy, la “divisa” es cuánto saben de tu vida privada.

EL “MODO MONJA”

Desde que empezó su carrera solista con «Marry Me» (2007), Annie supo mezclar la ironía, la ansiedad y la crítica social. Sus discos siempre tuvieron un aire experimental y futurista, especialmente «Strange Mercy» (2011) y el homónimo (2015). También fue una adelantada con su guitarra signature, que pesa sólo 3 kilos y se adecua mejor a la contextura femenina. Al tiempo no sólo la adoptó Taylor Swift, sino también Josh Homme, Jack White y Beck.

En «Daddy’s Home», en cambio, St. Vincent mira al pasado. Se percibe en el sonido, la temática y obviamente la estética (una oda a la Nueva York de los ‘60 y ‘70). Y como siempre, readapta su look. Si ayer se burlaba de los estereotipos sexuales de la industria o tenía vibras alienígenas, hoy usa una peluca rubia y se viste bien vintage. El atractivo está ahí: no sólo muta con sus canciones, sino que vive todo el ciclo como ese personaje.

Para sus discos anteriores, St. Vincent se metía en lo que llamaba “modo monja”, que duraba varios meses y la desconectaba al 100%. ¿Ahora fue igual? “Mmm… un poco diferente -explica-. En ‘Masseduction’ quería salir del frenesí en el que estaba. Necesitaba sacar lo que no estuviera en ese foco, y funcionó. Pero hoy estoy en otro punto de mi vida. El flujo de escritura me llevó de una cosa a la otra. Estaba componiendo la banda sonora de mi film, ‘The Nowhere Inn’ (que sale en septiembre), y seguí escribiendo y escribiendo. No necesité secuestrarme varios meses en un hotel (risas)”.

-Y justo pensás los discos como películas, con un guión y una paleta de colores…

-Sí. Siempre arranco con la música, y estas canciones iban en dos direcciones: una era muy heavy, casi industrial; pero cuando trataba de hacer las letras, no tenía nada para decir. La otra era inspirada en los ‘70, a lo Steely Dan, Sly & The Family Stone y Stevie Wonder. Cuando me metía ahí, me salía un montón. Las historias me saltaban en la cara, y a la música hay que seguirla adonde te lleve. Entonces dije: “Ok, claramente me guia en esa dirección”. Ya imaginaba el esquema cromático y los personajes, y como narradora, sólo tomé las historias y las hice visibles (abre mucho los brazos).

-¿Te volviste a inspirar en películas como “Holy Mountain”?

-Es divertido que la menciones, no la recordaba. Pero sí, me había obsesionado con Alejandro Jorodowsky. Esta vez me influenció John Cassavettes. “Opening Night” (1977) es genial, y amo a la actriz Gena Rowlands, me fascina. Me llegan su estilo y su vulnerabilidad. Además, siempre siento que mis trabajos incluyen partes de “Las Amargas Lágrimas de Petra Von Kant” (1972), de Rainer Fassbinder. ¿La conocés?

-No, voy a chequearla. 

-¡Uh, googleala! Fijate las fotos, son perfectas. Es muy chiquita: sólo transcurre en dos habitaciones, casi como una obra de teatro. Pero es hermosa.

-Lo mismo te pasa con las canciones: creés que si funcionan con pocos recursos, están bien construidas. ¿Usás ese filtro para testearlas?

-Lo hago, sí. Porque cuando las bajás a su forma más simple y mantienen el “corazón”, son sólidas. Para continuar con la metáfora: si una película depende de las persecuciones, las explosiones y los ta-ra-ra (hace ruidos de disparos), seguro no tiene un buen núcleo. Con los temas es igual. Si pasa la prueba, es un gran track.

Yendo al pasado, “Savior” y “Los Ageless” son los ejemplos perfectos: sus versiones con piano conmueven incluso más que las originales. En el último disco, “Down” -aparte de ser un funk/soul con sintetizadores- explota con un estribillo perfecto para un fogón. Y ni hablar de “The Melting of The Sun”, en la que nombra a Joni Mitchell, Marilyn Monroe, Tori Amos, Jayne Mansfield y Nina Simone. Para Annie era importante rendir tributo a esas artistas «que no fueron suficientemente reconocidas en su tiempo».

-Ahí también tocaste el lap steel, y en una masterclass dijiste que te daba tristeza. ¿Buscabas transmitirla?

-Para mí ese instrumento suena como alguien que llora suavemente, a lo lejos, y lo escuchás porque el viento toma el llanto, lo pasa por unos sauces y te lo lleva. Es muy angustiante. Lo amo, pero no puedo usarlo sin sentir pena, ¿sabés? También tiene algo muy country que me rompe el corazón, porque soy de Texas. Creo que la diferencia en este disco fue que aproveché mucho la fluidez. Siempre hay que tratar de balancearla con la estructura: no existe una sin la otra. Si algo es demasiado rígido se va a romper por la presión, y yo ya había trabajado así. Ahora quería entender mejor el timing, el groove y la serenidad. No soy una persona muy paciente, no es lo primero que destacaría alguien sobre mí (risas). En el lap steel hay una “profundidad”, porque el tempo se desliza (hace olas con las manos), en lugar de moverse así (imita cortes). No es como un staccato, es imposible que hagas “nota-nota-nota-nota”. Siempre vas entre una y la otra, como un flujo, moviéndote. Coincidía con mi idea de un disco más descontracturado.

-“My Baby Wants A Baby” tiene una historia graciosa. Cuando te llegó la idea, pensaste que era tuya…

-…(interrumpe). Y grité: “¡Soy una genia!” (se ríe a carcajadas). ¡Era la mejor melodía!

-Hasta que te diste cuenta que era de Sheena Easton. ¿Cómo fue ese momento?

-Te admito que por un rato dije: “Uh, me gustaría haberla escrito yo”. Pero cuando lo pensé… un montón de temas de los ‘80 referenciaban a los ‘50 y los ‘60. Ese justo es como “My Boyfriend’s Back” (lo tararea). En los ’90 también pasó, aunque con los ‘60 y los ‘70. Ahora somos muy posmodernos y los ciclos no son los mismos. Consumimos cultura con mecanismos demasiado rápidos. El de Sheena Easton era un do-wah de los ‘80, pero con cosas sesentosas. Y no era una letra satírica: hablaba de alguien que le hacía masajes en los pies al marido, después de que él hubiera trabajado duro. Aunque yo no había escrito la melodía, encajaba con lo que quería decir y funcionaba en términos sarcásticos. Igual no te preocupes: Florrie Palmer, que compuso la música, tiene los créditos (risas).

-Vos lo llevaste a cómo la sociedad nos presiona a tener hijos, y en esa década era incluso peor.

-Oh, absolutamente. Ahí no necesitabas la ironía, porque era cuando más pasaba. Es una gran melodía, amo cantarla (la tararea otra vez y se entusiasma por varios segundos).

DE ACÁ EN ADELANTE

Como en sus otros discos, Annie grabó la mayoría de los instrumentos: tocó guitarras, sintetizadores, sitares, bajos, lap steels (de los que ya hablamos), melotrones y xilofones. A eso se le sumaron las baterías de Sam KS en Electric Lady (los estudios diseñados para Jimi Hendrix, donde pasaron de Stevie Wonder a Santana) y los coros casi góspel de Kenya Hathaway y Lynne Fiddmont (que ya había acompañado a Phil Collins, Michael Jackson y Elton John). Con semejantes ingredientes, es imposible no sentir un verdadero sabor a R&B y soul. Pero sigamos descubriendo a la persona detrás de St. Vincent.

-En «Candy Darling» te imaginás a esa actriz tomándose un tren al cielo. Más allá de la metáfora, ¿creés que así nos vamos del mundo?

-(Piensa bastante). Para la canción sí, definitivamente la veía saludando en slow motion, en el último vagón de Queens al “más allá”. Aunque no creo en la vida después de la muerte. Cuando fallecés tu cerebro expulsa unos químicos maravillosos, y lo mismo le pasa a la gente que toma DMT -un alucinógeno fuerte-. Suena bastante lindo, ¿no? (risas). Sólo de joven creía en la reencarnación. Cuando me metieron la idea del infierno, pasé noches, días y semanas preocupada porque iba a ir ahí. Son las consecuencias del abuso infantil (se ríe con nervios). ¿Vos qué pensás?

-Que nos da terror el “otro lado”. Aunque si fuéramos eternos ni nos moveríamos, total nos sobraría el tiempo.

-Sí, el miedo te frena de vivir. Y si hacés todo con temor de ir al “mal lugar”, también vas a tener una existencia menos completa. O sea, lo digo habiendo peleado con un trastorno de ansiedad por veinte años, sin diagnosticar ni nada -este periodista levanta la mano-. ¿Ah, vos también? Entonces sabés cómo se siente. No sé en tu caso, pero cuando descubrí cómo combatirlo, se me levantó un velo. Fue como: “Oh, no me había dado cuenta de cuánto miedo tuve. Estuvo toda la vida machacándome la cabeza”. ¿Cómo te sentís vos?

-Creo que tratan de atarnos a ese terror, casi como en una secta…

-Claro, para mantenernos haciendo lo que quieren. Muchos van a decir: «Sin reglas o prohibiciones, la gente no sabría comportarse”. Como si una ley fuera lo único que te frenara de asesinar a alguien. Igual lo aprenderíamos como sociedades civilizadas, sin que ciertas cosas estén “vedadas”. Lo prohibido sólo nos da más miedo, se nos pega en el cerebro y hacemos todo con culpa. Siempre me siento como una persona en una caja, que crece y crece pero termina deformada. Porque como es una superficie chica, no hay espacio para que se mueva (gesticula).

-¿Como “Man in the Box”?

-(Carcajadas). ¡Exacto! Y también pienso que «we’ve come to snuff the rooster’» (más carcajadas). Ese tema habla de un tipo que vuelve de Vietnam, ¿no?

-Sí, del padre de Jerry Cantrell. Y justo contabas que para «Daddy’s Home» hubo una línea heavy. ¿Creés que vas a tomar ese camino?

-Absolutamente, porque estoy enojada de nuevo (levanta el puño). Así que todavía tengo eso para explorar, amigo. No te preocupes.

-Coincide con algo que decías: en los primeros discos fuiste cerebral, en otra época te sacabas las cosas de la garganta y luego del corazón. ¿De dónde sale lo nuevo?

-Las diferentes expresiones surgen de distintas partes del cuerpo, por supuesto. Estas llegaron muy de las tripas y de la pelvis. Algunos gritos están surgiendo ahí abajo… y tengo que admitir que se siente lindo (risas).

St. Vincent editó “Daddy’s Home” (Loma Vista/Universal Music) en mayo. El 4 y 5 de agosto lanzará su primer concierto en streaming; y el 17 de septiembre estrenará “The Nowhere Inn” (en cines y on demand).

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